Bissorã, 5 de abril del 2011
No dejo de impresionarme con la mujer guineana. Fuerte, temperamental, sufridora, terrenal y trabajadora. Son luchadoras natas, el pilar que sustenta el hogar y la familia. Eternas cuidadoras de enfermos, ancianos, niños propios o ajenos y maridos que a menudo deben compartir con otras. Viven al servicio de los demás. Desde muy niñas aprenden y asumen sin rechistar su rol, pero no pierden la alegría y el humor además de que cualquier excusa es buena para bailar hasta la extenuación.
Parecen llevar las riendas en la sociedad por su fuerte carácter pero en realidad sólo es pura fachada, no hace falta hurgar mucho para descubrir que tristemente son las últimas en pintar algo y que al hombre parece importarle más bien poco todo el sacrificio que por ellos hacen.
Son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse, son el motor del país siempre a la sombra y exentas de reconocimiento. Su voz ni se oye, ni se escucha.
Deben realizar el doble de esfuerzo que un hombre para obtener la mitad de los meritos que al macho guineano se le otorgan.
La misoginia es un problema mundial y en África se acentúa tanto que difícilmente pasa un día sin que se me revuelvan las tripas de rabia. Son los hombres los que tienen el poder político y económico mientras la mujer queda marginada en la esfera de lo privado, dejándose los cuernos en las tareas domésticas y en el mantenimiento de decenas de niños que deben criar. Además de esclavas del hogar y la familia, son trabajadoras incansables de la tierra. Labran el suelo bajo el castigador Sol africano con un niño amarrado a su cintura que cargan en la espalda como si fuera una prolongación de su cuerpo. También son vendedoras en los mercados que se organizan en las ciudades más importantes de la zona. Suelen desplazarse a pie para lo cual deben comenzar andar antes de que el Sol se ponga por los caminos empedrados y erosionados o por el poco asfalto abrasador que recorre este pequeño pedazo de tierra. La mercancía siempre en la cabeza, donde son capaces de cargar pesos incompresibles con un equilibrio de trapecista además de llevar siempre al más pequeño de sus hijos como mochila. Tras pasar el día intentando vender unos cuantos plátanos, tomates, mangos, algún cerdo o cabrito, regresan a casa recorriendo varios km, dónde les espera el marido exigiendo sin pudor un plato de comida sobre la mesa y unas cuantas criaturas esperando a ser amamantadas.
Así es la vida de la mujer guineana y así ellas la aceptan como si no existiera condición mejor. Sufren y no se quejan.
De la fortaleza de estas mujeres nacen sus hijas, calcos de sus progenitoras que aceptan el machismo porque así las han educado. Repiten el esquema aprendido al casarse con sus maridos y formar una familia con el mismo molde.
Cocinan para un regimiento, sin ollas a presión, ni cocinas de gas y mucho menos eléctricas. Lavan la ropa sin lavadoras y deben andar al pozo para conseguir el agua necesaria para este trabajo. Limpian la casa agachadas o de rodillas porque una escoba o fregona es un lujo. Además de que deben hacerse cargo de la chiquillería que han parido y ser buenas esposas y amantes sirviendo a su marido que a fuerza de vivir como un marqués se ha convertido en un dependiente incapaz de encender el fogón para calentarse el arroz o lavarse sus intimidades.
El patriarcado es sustentado en gran parte por la aceptación femenina de este sistema, no pretendo culpar exclusivamente al hombre de este problema. Sólo trato reflejar la realidad que yo cómo mujer occidental observo en esta tierra y que me entristece profundamente.
Además de lo anteriormente mencionado, las mujeres siempre quedan en un segundo plano, también claro está en el ámbito educativo. La tasa de analfabetos en Guinea-Bissau es notablemente superior en el género femenino. Los varones siempre son los primeros en ir a la escuela mientras una vez más la mujer queda postergada al hogar y la familia. Esta tendencia en los últimos años se ha ido corrigiendo y cada vez son más las niñas a las que se les respeta su derecho de educación.
Para el final me he dejado la más terrible de las atrocidades que se comenten contra la mujer aquí. A muchas guineanas se las ha negado de por vida el derecho más íntimo del ser humano, el derecho al placer. De pequeñas les robaron para siempre el centro de la sexualidad femenina. Una lámina o cuchilla afilada y en el mejor de los casos un cuchillo les arrancó su clítoris. Cortándoles un pedazo de sexualidad condenándolas así a no descubrir jamás el placer del acto sexual. La mutilación es el símbolo supremo de la cultura opresiva patriarcal y por muy increíble que nos parezca este acto de dominación se sigue ejerciendo en muchos lugares del planeta Tierra. Si bien es cierto que el número de mutiladas en Guinea-Bissau se ha reducido considerablemente debido a los esfuerzos del gobierno y a la concienciación del pueblo. En la actualidad esta práctica es cada vez menos usual quedando reducida a algunos grupos étnicos en las zonas más aisladas del país.
Espero que algún día ellas consigan aprovechar todo el carácter, fuerza y coraje que las caracteriza para revelarse y defender sus derechos que tantas veces les son negados. Espero que algún día ellos dejen de vivir en la postura cómoda del machismo para apoyar a sus madres, mujeres, hijas, hermanas y amigas. Espero que algún día estas diferencias de género acaben en el mundo y que se eduquen a las nuevas generaciones venideras en una igualdad real.
PAU