Al pisar la arena de Carabanne me sentí en un autentico paraíso. Es una isla con una superficie considerablemente grande y una población insignificante para sus dimensiones, pues apenas dispondrá de unas 50 casas, una mezquita y un par de tiendecitas y todo el resto se encuentra recubierto por selva virgen y bonitas playas rodeadas de palmeras cocoteras que parecen agacharse para beber del agua salada del mar.
Nada más llegar nos salieron a recibirnos algunos habitantes, una mujer nos había preparado comida, pues el chico del bar de Elinkin la informó de que íbamos a llegar a la isla. Después de comer decidimos dar un paseo para buscar un lugar donde dormir. Durante el trayecto nos acompaño Buba un niño de unos 4 añitos que se enganchó a mi mano y no se separó hasta que encontramos el sitio donde íbamos a pasar nuestros días de vacaciones. Después de visitar unos cuantos hostales, decidimos quedarnos en un campamento llamado Badji Cunda, el más acogedor de todos, pues eran cabañitas con techo de paja a la orilla del mar, y también el más barato. Los dueños de aquel lugar eran una pareja de hippies franceses ya cincuquentones que durante los 6 meses de seco vivían en la isla y durante la época de lluvias volvían a Francia. Eran una pareja bastante curiosa, el hombre era un músico loco y la mujer parecía vivir en una especie de limbo. Todas las noches se armaban buenas juergas en el campamento. Comenzaban con las cervezas y luego se pasaba al pastis (anís), hasta el momento en el que la cuenta era imposible de llevar porque el dueño estaba tan borracho que no conseguía apuntar en la lista lo que tomábamos. Además de los jefes del Badji Cunda y nosotros, se unían a la fiesta el resto de hospedes que se alojaban en el campamento, que no eran muchos. Una pareja de italianos de unos cuarenta años, que por las noches no se movían de la barra del bar y por el día no se despegaban de la toalla tendida en la arena de la playa y una mujer francesa con su hija y su pareja. La mujer era una hippie también de unos cincuenta y tantos que se unía siempre a la fiesta acompañada de su instrumento, una melódica con la que se arrancaba siempre acompañada de alguien que tocaba el djembe o la guitarra. Su hija no debía de pasar los 12 años, no se despegaba de su gatito y parecía estar algo aburrida de aquellas vacaciones y harta de las excentridades de su mamá, aunque a nosotros nos parecieran muy divertidas. La pareja de esta señora era un viejo rasta nativo. Era un hombre parco en palabras, grandote y cojo. Sus rastas ya tenían un color grisáceo y siempre las llevaba cubiertas con un enorme gorro de paja, también tenía una frondosa barba que le cubría la cara y le ensombrecía el rostro a la vez de darle un toque entrañable. Siempre estaba sentado como a la sombra y margen de todo, no participaba en los diálogos, pero se expresaba con su guitarra vieja y desafinada.
La verdad que formábamos una mezcla peculiar de gente de varias procedencias y edades. Desde la primera noche se formó un clima muy agradable y en cierto modo los comencé a sentir como una pequeña familia. Cada quien con su locura, conectamos perfectamente y aunque no podía expresarme mucho verbalmente por el tema del francés, tampoco hizo mucha falta para que todo fluyera entre la música y el pastis. Además de los que vivíamos en el Badji Cunda, por las noches se acercaban algunos isleños, que no eran muchos pues Carabanne tiene una población bastante reducida (500 habitantes).
A parte de la peculiar fauna del campamento, conocimos a Alejandro y Francisco. Una tarde mientras Panto y yo explorábamos la isla escuchamos una voz que gritó: ¡Españoles!, giramos la cabeza y nos encontramos con dos chavales, uno de ellos melenas y barbudo y con un marcado acento andaluz y el otro alto delgado y rubio con aspecto y acento francés. Aunque resultó ser portugués de 28 años que llevaba más de nueve meses viviendo en Carabane.
Francisco es antropólogo y está realizando un estudio sobre la influencia de la presencia blanca en las antiguas colonias europeas del continente africano. Vive en la casa de un nativo llamado Sheriff, un hombre tranquilo, de unos 40 años y movimientos pausados, que vive de la pesca con su pequeña canoa de madera. Aquella casa de paja, levantada en mitad de la arena y decorada con pieles de cabra tintadas, me recordaba al escondite de un viejo pirata. En realidad aquella isla perdida en la desembocadura del rio Cassamance podría ser el escenario perfecto para rodar la Isla del Tesoro. A medida que descubríamos a Francisco nos sorprendíamos más. Habla español, inglés, francés, alemán, italiano, algo de wolof y djola (lenguas de Senegal) e incluso criolo. Francisco había viajado desde Lisboa hasta Guinea-Bissau en autostop con la sola compañía de su mochila, no le bastaba con una vez, este viaje lo ha recorrido 3 veces. De hecho el fue el “culpable” de que el gusanillo que teníamos de volvernos en coche hasta España haya crecido y nos hayamos decidido a embarcarnos en esta nueva aventura. Llegar hasta Marruecos en transporte público cruzando Senegal, Mauritania y Sáhara Occidental. De hecho el nos acompañará en la vuelta hasta España.
Sobre Alejandro podría contar mucho, creo que tiene tantas historias como para escribir un libro. Nos dejó a todos con la boca abierta cuando nos habló de su aventura: había llegado a la isla en su pequeño velero, pasando 12 días en alta mar, desafiando los peligros del océano totalmente sólo. El velero no media más de ocho metros, era de segunda mano, el piloto automático se le había averiado por el camino y además no disponía de ninguna formación, ni titulo de navegación.
Alejandro partió del puerto de Málaga con la intención de llegar a Brasil, sus amigos bromeaban diciéndole que no llegaría ni a las Canarias. Cuando atracó en las islas, otros marineros le convencieron para cambiar el rumbo destino a Senegal, pues el barco no reunía las mínimas condiciones para la hazaña de cruzar el atlántico. Su arrojo, pasión por la vela y la confianza en si mismo le habían ayudado a llegar hasta la costa del África Occidental. Nos comentaba que había sufrido momentos difícil, sobretodo cruzando el estrecho. Es un punto muy complicado donde el mar es muy bravo, debido a que es un lugar donde se juntan diferentes corrientes. Había tenido que huir de la policía, pues le podrían haber multado, por no disponer de titulo y tener la licencia caducada, además de llevar un cargamento de ropa que iba repartiendo por diferentes aldeas aisladas en diferentes islas senegalesas. Tampoco podía acercarse demasiado a las pateras, algo que le resultaba realmente duro, pues comentaba que la gente se encontraba en tan inhumanas condiciones que eran capaces de todo y podían asaltarle, aunque desde el barco les tiraba bidones de agua para ayudarles, pues probablemente llevaran más de 10 días sin beber una gota. Pasamos la noche escuchando anécdotas y nos revolvió las ganas de montarnos en su velero, aunque fuera apenas para ir a conocer otra pequeña isla vecina.
Alejandro viajaba casi sin dinero y había llegado hasta Senegal haciendo trueques con otros marineros, cambiaba ropa, herramientas y aquellas cosas de las que podía prescindir para obtener gasolina, comida, agua…. Nos comentó que andaba algo apretado de pelas, para la vuelta y nos propuso un viaje en su velero con desayuno, comida, cena y cama para pasar la noche, por menos de lo que pagábamos en el Badji Cunda. A todos nos pareció una idea genial, pues todos ganábamos.
Al día siguiente llegaban a Carabanne Neus, una amiga de alicante y Abraham, su compañero de viaje. Ambos biólogos habían pasado un mes en Senegal, en un parque natural con una beca estudiando los chimpancés, y el impacto del turismo en el parque. Junto con Neus y Abraham llegó otra española llamada Adela. Esta chica estaba viajando sola por Senegal, iba de una ciudad a otra con intención de asentarse por un tiempo en algún poblado para aprender danza africana. Al final en aquella isla perdida en el Atlántico, nos juntamos un grupo muy diverso de españoles y un portugués compartiendo unos días de vacaciones.
PAU