domingo, 19 de junio de 2011

Ruta por Cassamance (2ªparte)

Al pisar la arena de Carabanne me sentí en un autentico paraíso. Es una isla con una superficie considerablemente grande y una población insignificante para sus dimensiones, pues apenas dispondrá de unas 50 casas, una mezquita y un par de tiendecitas y todo el resto se encuentra recubierto por selva virgen y bonitas playas rodeadas de palmeras cocoteras que parecen agacharse para beber del agua salada del mar.

Nada más llegar nos salieron a recibirnos algunos habitantes, una mujer nos había preparado comida, pues el chico del bar de Elinkin la informó de que íbamos a llegar a la isla. Después de comer decidimos dar un paseo para buscar un lugar donde dormir. Durante el trayecto nos acompaño Buba un niño de unos 4 añitos que se enganchó a mi mano y no se separó hasta que encontramos el sitio donde íbamos a pasar nuestros días de vacaciones. Después de visitar unos cuantos hostales, decidimos quedarnos en un campamento llamado Badji Cunda, el más acogedor de todos, pues eran cabañitas con techo de paja a la orilla del mar, y también el más barato. Los dueños de aquel lugar eran una pareja de hippies franceses ya cincuquentones que durante los 6 meses de seco vivían en la isla y durante la época de lluvias volvían a Francia. Eran una pareja bastante curiosa, el hombre era un músico loco y la mujer parecía vivir en una especie de limbo. Todas las noches se armaban buenas juergas en el campamento. Comenzaban con las cervezas y luego se pasaba al pastis (anís), hasta el momento en el que la cuenta era imposible de llevar porque el dueño estaba tan borracho que no conseguía apuntar en la lista lo que tomábamos. Además de los jefes del Badji Cunda y nosotros, se unían a la fiesta el resto de hospedes que se alojaban en el campamento, que no eran muchos. Una pareja de italianos de unos cuarenta años, que por las noches no se movían de la barra del bar y por el día no se despegaban de la toalla tendida en la arena de la playa y una mujer francesa con su hija y su pareja. La mujer era una hippie también de unos cincuenta y tantos que se unía siempre a la fiesta acompañada de su instrumento, una melódica con la que se arrancaba siempre acompañada de alguien que tocaba el djembe o la guitarra. Su hija no debía de pasar los 12 años, no se despegaba de su gatito y parecía estar algo aburrida de aquellas vacaciones y harta de las excentridades de su mamá, aunque a nosotros nos parecieran muy divertidas. La pareja de esta señora era un viejo rasta nativo. Era un hombre parco en palabras, grandote y cojo. Sus rastas ya tenían un color grisáceo y siempre las llevaba cubiertas con un enorme gorro de paja, también tenía una frondosa barba que le cubría la cara y le ensombrecía el rostro a la vez de darle un toque entrañable. Siempre estaba sentado como a la sombra y margen de todo, no participaba en los diálogos, pero se expresaba con su guitarra vieja y desafinada. 


La verdad que formábamos una mezcla peculiar de gente de varias procedencias y edades. Desde la primera noche se formó un clima muy agradable y en cierto modo los comencé a sentir como una pequeña familia. Cada quien con su locura, conectamos perfectamente y aunque no podía expresarme mucho verbalmente por el tema del francés, tampoco hizo mucha falta para que todo fluyera entre la música y el pastis. Además de los que vivíamos en el Badji Cunda, por las noches se acercaban algunos isleños, que no eran muchos pues Carabanne tiene una población bastante reducida (500 habitantes).



A parte de la peculiar fauna del campamento, conocimos a Alejandro y Francisco. Una tarde mientras Panto y yo explorábamos la isla escuchamos una voz que gritó: ¡Españoles!, giramos la cabeza y nos encontramos con dos chavales, uno de ellos melenas y barbudo y con un marcado acento andaluz y el otro alto delgado y rubio con aspecto y acento francés. Aunque resultó ser portugués de 28 años que llevaba más de nueve meses viviendo en Carabane.

Francisco es antropólogo y está realizando un estudio sobre la influencia de la presencia blanca en las antiguas colonias europeas del continente africano. Vive en la casa de un nativo llamado Sheriff, un hombre tranquilo, de unos 40 años y movimientos pausados, que vive de la pesca con su pequeña canoa de madera. Aquella casa de paja, levantada en mitad de la arena y decorada con pieles de cabra tintadas, me recordaba al escondite de un viejo pirata. En realidad aquella isla perdida en la desembocadura del rio Cassamance podría ser el escenario perfecto para rodar la Isla del Tesoro. A medida que descubríamos a Francisco nos sorprendíamos más. Habla español, inglés, francés, alemán, italiano, algo de wolof y djola (lenguas de Senegal) e incluso criolo. Francisco había viajado desde Lisboa hasta Guinea-Bissau en autostop con la sola compañía de su mochila, no le bastaba con una vez, este viaje lo ha recorrido 3 veces. De hecho el fue el “culpable” de que el gusanillo que teníamos de volvernos en coche hasta España haya crecido y nos hayamos decidido a embarcarnos en esta nueva aventura. Llegar hasta Marruecos en transporte público cruzando Senegal, Mauritania y Sáhara Occidental. De hecho el nos acompañará en la vuelta hasta España.

Sobre Alejandro podría contar mucho, creo que tiene tantas historias como para escribir un libro. Nos dejó a todos con la boca abierta cuando nos habló de su aventura: había llegado a la isla en su pequeño velero, pasando 12 días en alta mar, desafiando los peligros del océano totalmente sólo. El velero no media más de ocho metros, era de segunda mano, el piloto automático se le había averiado por el camino y además no disponía de ninguna formación, ni titulo de navegación.

Alejandro partió del puerto de Málaga con la intención de llegar a Brasil, sus amigos bromeaban diciéndole que no llegaría ni a las Canarias. Cuando atracó en las islas, otros marineros le convencieron para cambiar el rumbo destino a Senegal, pues el barco no reunía las mínimas condiciones para la hazaña de cruzar el atlántico. Su arrojo, pasión por la vela y la confianza en si mismo le habían ayudado a llegar hasta la costa del África Occidental. Nos comentaba que había sufrido momentos difícil, sobretodo cruzando el estrecho. Es un punto muy complicado donde el mar es muy bravo, debido a que es un lugar donde se juntan diferentes corrientes. Había tenido que huir de la policía, pues le podrían haber multado, por no disponer de titulo y tener la licencia caducada, además de llevar un cargamento de ropa que iba repartiendo por diferentes aldeas aisladas en diferentes islas senegalesas. Tampoco podía acercarse demasiado a las pateras, algo que le resultaba realmente duro, pues comentaba que la gente se encontraba en tan inhumanas condiciones que eran capaces de todo y podían asaltarle, aunque desde el barco les tiraba bidones de agua para ayudarles, pues probablemente llevaran más de 10 días sin beber una gota. Pasamos la noche escuchando anécdotas y nos revolvió las ganas de montarnos en su velero, aunque fuera apenas para ir a conocer otra pequeña isla vecina.

Alejandro viajaba casi sin dinero y había llegado hasta Senegal haciendo trueques con otros marineros, cambiaba ropa, herramientas y aquellas cosas de las que podía prescindir para obtener gasolina, comida, agua…. Nos comentó que andaba algo apretado de pelas, para la vuelta y nos propuso un viaje en su velero con desayuno, comida, cena y cama para pasar la noche, por menos de lo que pagábamos en el Badji Cunda. A todos nos pareció una idea genial, pues todos ganábamos.

Al día siguiente llegaban a Carabanne Neus, una amiga de alicante y Abraham, su compañero de viaje. Ambos biólogos habían pasado un mes en Senegal, en un parque natural con una beca estudiando los chimpancés, y el impacto del turismo en el parque. Junto con Neus y Abraham llegó otra española llamada Adela. Esta chica estaba viajando sola por Senegal, iba de una ciudad a otra con intención de asentarse por un tiempo en algún poblado para aprender danza africana. Al final en aquella isla perdida en el Atlántico, nos juntamos un grupo muy diverso de españoles y un portugués compartiendo unos días de vacaciones.

PAU

viernes, 17 de junio de 2011

Ruta por Cassamance (1ª Parte)

Salimos de Bissorã un viernes, día de Lumo (mercado grande en la ciudad). Toda la gente está en la calle y han venido mujeres, hombres y animales de varios lugares del país. Nos dirigimos ha “Paragem” con la intención de coger un coche que nos deje en Bula, punto de partida. No tenemos planeado nada y no sabemos muy bien cual será nuestro destino, todo depende de lo rápido que encontremos coches para llegar hasta Zinguintchor, capital de Cassamance (Senegal). Tenemos suerte, un coche de ADPP (la ONG con la que trabajamos) se ofrece a llevarnos en la parte de atrás del 4x4 hasta Bula, una vez allí cogemos una Candonga (furgoneta grande para unas 20 personas) que nos lleva hasta Sao Domingos, ciudad guineana que hace frontera con Senegal. Allí cambiamos de coche para llegar a Zinguinthor. Cruzamos el punto fronterizo y unos cuantos controles militares. En uno de ellos nos paran para registrarnos los macutos y pasamos un momento de risas al ver que uno de los militares confunde un bote de Albahaca con un frasco de Marihuana, fue divertido explicarle lo que era.

En la capital de la región buscamos otro coche que llegue a Cap Skirring, una ciudad costera al Sur del país, primer punto de parada para pasar algunos días. El camino, es espectacular, la naturaleza es increíble pero se encuentra plagada de militares camuflados, algo que estropea un poco el paisaje. Nada más llegar a la ciudad y bajar de la Candonga, unos cuantos rastafaris se disponen a ayudarnos a buscar un lugar donde pasar la noche. No nos hizo falta caminar mucho para percatarnos de que aquel lugar era destino de veraneo de muchos turistas franceses, pues la ciudad estaba totalmente acondicionada para los guiris, restaurantes, mercados de artesanía africana y grandes hoteles, algo imposible de ver en Guinea. Decidimos quedarnos en unas cabañas a pie de la playa, alejadas del barullo urbano, a un precio realmente barato para lo increíble de las instalaciones. Nos acomodamos y nos preparamos para hacer una cena española, pues teníamos un surtido de embutidos que Lucia había traído la semana pasada de España. Nos dimos un gran homenaje con morcilla burgalesa y jamoncito, algo que no habíamos catado desde hace 5 meses y que realmente echábamos de menos. Invitamos a los dueños del hotel, pero sólo Paco, un guineano, pudo probar la comida, pues los demás eran musulmanes y se perdieron el festín. Después de la cena fuimos caminando hasta la ciudad para ir a un concierto de música tradicional Djola y Mandinka (etnias del Sur de Senegal y Guinea). Allí nos encontramos con los rastas que nos habían acompañado a buscar alojamiento. Al principio nos parecieron muy majos, pero al final acabamos algo cansados, pues aparecían en cualquier lugar donde nosotros estábamos y fue difícil quitárnoslos de encima, pues eran autenticas lapas.

Al día siguiente bajamos a la playa, cuando estábamos tumbados comenzamos a escuchar algunas voces que nos eran bastante familiares, giramos la cabeza y nos encontramos a Pura y Antonio dos amigos extremeños que conocimos en Guinea y trabajaban como nosotros de voluntarios, casualidades de la vida estaban durmiendo en las cabañas vecinas. Panto, Luci y yo decidimos ir caminando por la orilla hasta un cabo que sobresalía, por el camino un senegalés se ofreció a acompañarnos hasta un pueblo de pescadores a unos 3km de donde nos encontrábamos. Al llegar vimos un ajetreo de pescadores que llegaban con sus canoas de madera, pintadas con alegres colores a la orilla del mar. Las embarcaciones sólo conseguían salir del agua empujadas por docenas de hombres. Estos pequeños botes iban cargados de pescado y marisco de todas clases. Había ostras, gambas, cangrejos, tiburones, peces martillo…

El pescado se limpiaba en el momento de llegar y luego era vendido a las mujeres, que más tarde se encargaban de distribuirlo por los diferentes mercados callejeros. La arena de aquel lugar quedaba llena de montones de tripas de pescado y desperdicios, por los que las gaviotas se peleaban. A lo lejos de aquel tumulto de personas, pescado y barcas se alzaba una enorme montaña formada por caracolas. Era un gran cementerio de conchas que disponía de una escalerita de madera para subir hasta la cima, donde llegamos con cuidado escogiendo las mejores caracolas para quedarnos de recuerdo. Después del largo paseo hasta las cabañas, llegamos completamente quemados y cansados, una ducha, unas cervezas, algo para comer y a la cama, pues al día siguiente queríamos partir a conocer otro lugar que aún no teníamos muy claro: Djemberen o Carabanne.

Despertamos a las 10 de la mañana, hora que en Bissorã es impensable pues ya se encarga la mezquita, los animales y los niños de que seamos bastante más madrugadores. Después de un bañito en la playa, nos preparamos los macutos para partir finalmente a Carabanne, una pequeña isla situada al norte de Cap Skirring, en la desembocadura del gran rio Cassamance en el océano atlántico. Para ello debemos dirigirnos primero a Elinkinne, lugar donde se cogen los botes que llevan a las diferentes islas. Gambia un rasta que trabajaba vendiendo artesanía en la playa nos ayudó a encontrar transporte y en menos de 30 minutos un coche nos estaba esperando en la puerta. El viaje pasó rápido y ameno, pues no íbamos apretujados como el resto de las veces y en la radio sonaba Bob Marley, mirar por las ventanas era espectacular y relajante, a derecha e izquierda se levantaban enormes palmerales. Diferentes tipos de palmeras se mezclaban formando un bonito bosque tropical. De vez en cuando cruzábamos algún pequeño rio bordado por manglares que clavaban y enroscaban sus raíces en el agua. A veces la vegetación desaparecía por completo y la tierra se quedaba desnuda de un color anaranjado con apenas algunos matorrales secos que se difuminaban con el horizonte.


Puerto de Elinkine

Al llegar a Elinkinne nos recibieron unos cuántos chicos que se encargaban de transportar viajeros en sus pequeñas embarcaciones de colores. Aún faltaban un par de horas para que el cayuco partiera a Carabanne, decidimos comprar la seña y esperar en el único bar del pueblo. A las tres horas nos vinieron a buscar los chavales pues la barquita estaba lista para partir. Era una patera de madera que disponía de un pequeño motor, nos dieron uno chalecos salvavidas de un naranja pálido y roídos por la fuerza del Sol. En el momento de subir, crucé los dedos porque aquella patera no me inspiraba ni la más mínima confianza. Una vez que arrancó y comenzó a navegar la barquita entre los manglares, me sentí más tranquila, pues el mar no estaba picado y era como una enorme balsa de agua. A un lado y a otro se veía tierra cosa que me daba bastante tranquilidad. El gusanillo del principio desapareció e incluso me atreví a dirigir la barca. Es bastante sencillo, no hay más que llevar la palanca a la inversa de donde quieres desplazar el bote. Durante unos 20 minutos estuve dirigiendo el cayuco, pero enseguida me agobié cuando vi que unas cuantas olas rebeldes azotaron la barca y mojaron el interior. Preferí dejar el timo a su dueño y volver a mi lugar, también Lucí probó a ser timonera. El viaje duró apenas 40 minutos. Y a unos 45 metros de llegar a la oriya la paterita se paró y los dos dirigentes se tiraron al agua. Me quedé bastante desconcertada, no sabía lo que estaba pasando. De repente toda la gente que se encontraba en el cayuco comenzó a lanzarse al agua. La isla quedaba lejos pero el agua no sobrepasaba la cintura. Me pregunté ¿y ahora, como voy a llevar el macuto y la cámara de fotos sin que se me mojen? No pude pensar mucho, uno de los chicos me cogió en brazos, pensé que sólo me ayudaría a bajar, pero se colocó el macuto en los hombros y a mí me cogió a la sillita de la reina para llevarme hasta la misma orilla, el otro chaval hizo lo mismo con Lucia. Y al resto de la gente les tocó mojarse el culo. Yo me moría de la vergüenza pues no entendía porque debía tener aquel privilegio en vez de llegar andando por el mar como todo el demás. Pataleé y le suplique que me bajará, la situación era incomoda y cómica al mismo tiempo, al final le convencí y me dejó en el agua solo necesitaba que me ayudará con el equipaje. De esta forma llegamos a la isla.

PAU